En Córdoba, las calles no son sólo vías de tránsito. Son espacios vivos donde la historia se manifiesta, donde los reclamos sociales toman cuerpo, donde la democracia, aun en tensión, respira. El debate actual sobre la regulación de la protesta social en el espacio público nos enfrenta a una pregunta clave: ¿cómo construimos una convivencia democrática en un país lleno de desigualdades?
Tras la implementación del protocolo nacional para el mantenimiento del orden público, en la Legislatura de Córdoba han cobrado fuerza distintos proyectos que buscan modificar el Código de Convivencia Ciudadana para regular las manifestaciones.
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Desde sectores oficialistas se argumenta la necesidad de garantizar la libre circulación y evitar cortes totales. Desde la vereda del frente, en cambio, se alerta sobre el riesgo de criminalizar la protesta y limitar el derecho constitucional a la libre expresión.
Pero Córdoba, conviene recordarlo, no es ajena a la protesta. Más bien es cuna de ella. Aquí nació la Reforma Universitaria de 1918, un movimiento estudiantil que sacudió los cimientos de la educación latinoamericana. Medio siglo después, el Cordobazo volvió a poner a la provincia en el centro del escenario nacional, con trabajadores y estudiantes que reclamaban justicia social frente al régimen autoritario de Juan carlos Onganía. Aun más atrás, el legado jesuítico dejó una impronta de pensamiento crítico y compromiso colectivo que sigue latiendo.
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Legislar sin considerar este pasado es desconocer una identidad profunda. Porque en Córdoba, marchar también es parte de la cultura cívica. No es sólo una expresión de enojo: es, muchas veces, un grito para defender derechos que pretenden ser escondidos debajo de la alfombra.
No se trata de justificar cualquier acción ni de romantizar el conflicto. Las manifestaciones deben ser pacíficas, organizadas y respetuosas del bien común. Pero también deben ser comprendidas en su hondura: cada piquete, cartel o consigna es una oración social que clama por tierra, techo y trabajo. Y como toda oración, merece ser escuchada. ¿Estamos registrando lo que dice el pueblo que hoy sale a la calle? ¿Somos capaces de leer las señales para comprender hacia donde avanza la historia?
El desafío no es eliminar la protesta, sino canalizarla institucionalmente. Córdoba tiene la oportunidad de diseñar un modelo propio de convivencia que armonice derechos en tensión sin cancelar ninguno: protestar sin bloquear totalmente; circular sin excluir; convivir sin reprimir.
Ese modelo podría contemplar medidas concretas y equilibradas: corredores protegidos para ambulancias y transporte público durante manifestaciones; espacios designados –y simbólicamente validados– para protestas que no desdibujen el reclamo, sino que lo visibilicen de manera efectiva y segura; un marco normativo que distinga entre reclamo legítimo y delito, y que prevea responsabilidad proporcional para actos de violencia o daños.
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Asimismo, es necesario un protocolo de actuación para las fuerzas de seguridad que combine eficacia para resolver los excesos sin caer en la criminalización de la protesta, alineado con estándares internacionales y con nuestra Constitución.
También se necesitan recursos. Una propuesta concreta: destinar apenas el 1% del presupuesto oficial de publicidad estatal a programas de fortalecimiento de la democracia participativa y espacios de diálogo entre sectores. No es un gasto: es una inversión en salud democrática. Es construir “puentes” que nos permitan salir de la rotonda del conflicto y armonicen la relación en la comunidad.
La convivencia no se impone: se construye colectivamente. Sindicatos, organizaciones sociales, gobiernos, comerciantes, medios y ciudadanía deben participar en ese proceso. Nadie debe quedar afuera. Porque cuando el poder escucha, el pueblo no necesita gritar.
Cuando las protestas son comprendidas y no estigmatizadas, generan empatía y alianzas. Un peatón que entiende un reclamo deja de verlo como un obstáculo y empieza a verlo como un acto legítimo. Y hay un dato económico relevante: cuando un trabajador mejora su ingreso, también se dinamiza el comercio local. La protesta, bien encauzada, puede ser motor de desarrollo y cohesión social.
En Córdoba, la calle no es un espacio neutral. Es memoria activa. En sus esquinas aún resuenan las luchas por la universidad pública, los derechos humanos y la democracia. Reprimir o banalizar la protesta es también reprimir una parte de nuestra historia.
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No se trata de idealizar la protesta ni de permitir cualquier cosa. Pero tampoco de legislar desde el enojo, el miedo o la conveniencia electoral. Se trata de entender que la democracia también se construye en el conflicto, y que una ciudad justa no es la que silencia reclamos sino la que les da un cauce institucional y respetuoso.
Córdoba tiene la oportunidad de volver a ser ejemplo: de crear un modelo genuino de convivencia que armonice derechos sin anular ninguno. Nuestra historia nos respalda. El presente nos demanda compromiso. Y el futuro –como siempre– se escribe en las calles.
- Presidente de la Fundación Proyecto Argentina