Quienes alguna vez hemos dado clase sabemos que el aula está viva, palpita, late. Es la caja de resonancia de tantas preguntas, descubrimientos, errores.
Mi dilatada carrera docente como profesora de Geografía me ha regalado la posibilidad de coleccionar anécdotas de todo pelaje. He aquí algunas de las más pintorescas. Se me ha ocurrido presentarlas como si se tratase de la entrega de los Martín Fierro.
En la categoría “preguntas”, pica en punta la de aquella vez que, tras indicarles que marcaran en el planisferio las líneas imaginarias notables (trópicos y círculos polares), una alumna muy resuelta preguntó a viva voz:
–Profe, ¿y para cuándo el trópico de Virgo? Porque yo soy de Virgo.
Como si semejante reclamo geodésico se pudiera satisfacer a demanda, lejos de quedarme sin palabras, aproveché su inquietud para explicar por qué los trópicos son los que son, y el origen de sus nombres. Con dibujos en el pizarrón y todo.
En la categoría “revelación”, tal vez se lleve la palma aquella alumna que se ofuscó cuando se enteró, en primer año del secundario, de la existencia de las tres Guayanas en el mapa de América del Sur.
Su entusiasmo por la Geografía era inocultable y por eso entendí su reacción. Calmé su ansiedad diciéndole que siempre había tiempo para aprender, y la animé a que fuera a la biblioteca del colegio a buscar más información (era el recurso habitual de la época). Hoy le hubiera dicho que lo buscara en internet.
En la categoría “señal de alarma”, se destaca lo que ocurrió durante una clase sobre recursos naturales no renovables, en la que analizamos el caso de los combustibles fósiles, cuyo stock es finito. Una estudiante, cuyo padre era dueño de una estación de servicio, se mostró francamente preocupada por el futuro de la empresa familiar. Se acercó y me dijo:
–Hoy mismo le cuento a mi papá que el petróleo se va a acabar. Para que vaya pensando qué vamos a hacer, de qué vamos a vivir…
Le respondí que faltaba todavía. Que había petróleo para varias décadas más. No fueron suficientes mis datos. La preocupación ya estaba sembrada.
En la categoría “errores cartográficos”, además de confundir sistemáticamente el océano Atlántico con el Pacífico, la latitud con la longitud y el este con el oeste, algunas veces han confundido nuestro departamento Minas con la provincia de San Juan o nuestro departamento Cruz del Eje con la provincia de Catamarca. De siluetas similares, claro.
También recuerdo que una vez me señalaron en el mapa la existencia de unas recónditas islas Ganglias del Sur (por las Georgias del Sur). Tal vez el alumno ese día tenía prueba de Biología sobre el sistema linfático y se le confundieron los nombres; digo yo.
En la categoría “errores recurrentes”, hay dos términos que casi siempre se escriben mal y que, si se sometieran a referéndum, las versiones incorrectas ganarían por goleada. Me refiero a “tegnología” con ge y a “pezca” con zeta. Respecto del primero, no le encuentro razón. Del segundo, sí: supongo que creen que el vocablo deriva de “pez”…
En la categoría “errores de concepto”, se destacan dos anécdotas deliciosas de la lejana época en que se estudiaba Geografía de Europa en segundo año del secundario.
Habíamos estudiado los Países Bajos y su interesante sistema de pólderes, por el cual se ganaron tierras al mar desde el siglo XIII. Pues bien, para algunas alumnas tal proeza se había logrado gracias a la labor de los bomberos. Desconozco si primero imaginaron un enorme incendio. Lo que quedó claro es que no me atendieron cuando expliqué (con lujo de detalles) la importancia de los molinos de viento y el bombeo al que fueron sometidos los terrenos con el fin de desecarlos.
El segundo error de concepto desopilante ocurrió cuando varias estudiantes explicaron, en una evaluación escrita, que el auge de la explotación forestal en Europa de debió a la abundancia de “hormigas grandes”. En realidad, tenían que asociarlo al desarrollo de la técnica del hormigón armado, que requería enorme cantidad de madera para el encofrado. Convengamos que el nivel de análisis era profundo, pero era otra época: la época preinternet.
En la categoría “mesa de examen”, recuerdo aquella vez que un estudiante tenía que explicar la composición de una pirámide demográfica. En lugar de hablar de edad adulta (que va de 15 a 64 años), directamente habló de edad adúltera, metiéndonos a todos en la misma bolsa y obligando a los miembros del tribunal examinador a morderse los labios para evitar la tentación de risa y dedicar unos minutos a una serie de precisiones conceptuales.
Lo que también me percaté durante el desarrollo de varias mesas de exámenes es que, mientras los profesores de Geografía les exigíamos a los alumnos que supieran marcar el recorrido de un río desde sus nacientes hasta su desembocadura, los profes de Historia exigían al revés: saber marcar el mismo río desde la costa para determinar el recorrido de las rutas de penetración de las corrientes colonizadoras. Más de un alumno se habrá preguntado sobre el origen de tales caprichos, cuando para cada ciencia social es la forma correcta, porque depende del criterio…
En la categoría “trueque”, el más osado fue cuando un estudiante ubicó a la mara patagónica en los esteros de Iberá, en Corrientes, y al yacaré en el Parque Nacional Los Glaciares, en la provincia de Santa Cruz.
En la categoría “salida didáctica”, el descubrimiento que más me conmovió fue el de un alumno cuando visitamos el Museo de la Industria en barrio General Paz, de la ciudad de Córdoba. En una esquina se halla la cápsula del tiempo que se preparó en 2000 y que está previsto abrir cuando se cumplan 100 años. Juan Cruz, un estudiante despierto y algo inquieto, descubre la bóveda y se adelanta al grupo. Regresa y me pregunta.
–¿Qué han guardado ahí, profe? ¿Por qué hay que esperar tanto? ¿No puede usted buscar la llave o averiguar la combinación?
Yo procuraba brindarle alguna respuesta convincente, pero era inútil. Nada lo conformaba. Lo que él estaba experimentando era el alumbramiento del concepto de conciencia histórica. Nada más y nada menos.
En la categoría “pecar de soberbia”, la anécdota se encuadra en una clase sobre interpretación de banderas del mundo: su significado. Es ahí cuando a mí se me ocurrió lanzar una pregunta:
–¿Saben cuál es la bandera del mundo que tiene más colores? Coincide con un país multicultural.
Ante el silencio del curso, me adelanto y agrego, categórica:
–La bandera de Sudáfrica es la que más colores tiene.
En medio de la clase, Tomás, un entusiasta confeso de la Geografía, se atreve a levantar la mano y nos dice a todos:
–Profe, yo creo que no es la de Sudáfrica. Es la de Sudán del Sur…
Es fundamental aclarar que Sudán del Sur prácticamente acababa de declarar su independencia en las semanas previas…
–Muy bien, Tomás. Confirmamos el dato y lo corregimos; no hay problema.
No eran épocas de teléfonos con internet en la mochila. Eran épocas de internet en casa. Esa misma tarde me puse a investigar. Por supuesto que Tomás tenía razón.
Al día siguiente, antes del comienzo de la clase, le pedí al curso un pequeño gesto:
–¿Se acuerdan de lo que pasó ayer con el tema de las banderas de Sudáfrica y de Sudán del Sur? Les cuento que Tomás tenía razón. ¿Qué les parece si le regalamos un aplauso?
Toda la clase se sumó a mi propuesta, ante la mirada sorprendida de un sonrojado Tomás.