Breve crónica de alguién que se enfermó por no sabe decir no.

El sol era un dios generoso en mi adolescencia. Un dios de siestas largas, de tardes en el río San Antonio y de hombros enrojecidos que, al día siguiente, se convertían en el bronceado que era el trofeo de un verano bien vivido.

En aquellos años, VillaCarlos Paz era la meca de los sueños eternos y el sol era el cómplice de un supuesta juventud eterna, el que doraba las anécdotas y marcaba el ritmo de las vacaciones.

La piel, creíamos entonces, era la túnica invisible y a su vez invencible. El protector solar era lo pegajoso que nos recordaban el rosongo maternal, la molestia que interrumpía el partido de fútbol en la tierra o el clavado desde una piedra en los balnearios como El Fantasio.

¿Quién podía pensar en el futuro cuando el presente era una caricia caliente sobre el cuerpo, la promesa de una noche de expectante y la certeza de que éramos invulnerables?

Pero la piel es el libro de contabilidad más implacable que existe. Guarda cada siesta, cada abuso, cada mediodía sin sombrero en una memoria silenciosa. Archiva cada quemadura, cada insolación, no como un recuerdo, sino como una deuda que, tarde o temprano, vendrá a cobrar. Y yo le di a mi piel demasiados veranos para archivar. Le entregué mi confianza ciega al dios que más amaba, le di motivos de sin sabores, amarguras, rencores, cuestiones mal resuletas, excesos de poderíos que nunca los tuve. Y un día, inesperado, que no lo tenía en el radar, que no controlaba, y cuando creías que llegaba el tiempo de descuento y el armonioso pasos de los días, esa memoria te pasó factura.

Las heridas de la piel son golpes en el alma

Llegó, como todo llega, inesperado, con una bienvenida sin estridencia, sin ganas de darle importancia, y en la forma de una mancha que antes no estaba, un lunar que cambió de forma, una diminunta herida que no cicatrizaba con cremas, ni emulsiones, y la visita tardía, empujada por un amigo, al dermatólogo que se volvió extrañamente seria.

Y entonces, una palabra irrumpió en tu vida y reorganizó todo tu pasado y condicionó tu presente: «carcinoma». De repente, esos veranos dorados, esos odios guardados, esos resintimentos, esos rencores, esas pérdidas no resueltas, esos duelos tapados formaron una espesa sombra.

Aquellas caricias calientes del sol de un u otro lado del vado, en el bar La Roca, o en esos rulos que te guiaban por el agua se revelaron como lo que siempre fue: una radiación implacable, una deuda pendiente, algo que se debía pagar antes de marcharte para siempre.

El cáncer de piel no me lo provocó un solo día de descuido. Me lo fue esculpiendo, con una paciencia infinita, la suma de todos esos días de inocencia y arrogancia juvenil. De todos los dolores que fue tapando a fuerza de luicha y esfuerzos en vano o no? Eso de dar sin saber por qué daba? ¿Qué culpa arrastaba?¿Por qué, siempre estuve propenso a dañar lo que me hacía bien? ¿Quise ser un rebelde, un revolucionario y terminé siendo un villano, que solo me perjudicó?

¿Qué se yo?

Tal vez, haya sido un piel blanca con ínfulas de aborigen o el resultado de una cultura que veneraba la piel quemada e ignoraba las advertencias.

Hoy, la cicatriz que tengo no es solo la marca de una cirugía. Es el punto final a  algo y el inicio a una etapa antropocénica. Es el recordatorio de que el dios de mi adolescencia es una estrella indiferente y poderosa, a la que hay que respetar con la humildad de quien conoce su fragilidad. Mi relación con él ha cambiado. Ahora es un amor a distancia, mediado por una gorra, camisas de manga larga y la búsqueda constante de la sombra.

No escribo esto desde una revancha, sino desde la conciencia. Aún amo. Ella no. Pero ahora lo hago con el amor maduro de quien aprende a cuidar nuestro mapa más personal porque la piel no tiene páginas de repuesto.

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