El tiroteo en un bar de William Morris por el que Firmenich quiso refundar el Día del Militante tras la muerte de dos asesinos de Aramburu

Ya había caído la noche en “La Rueda”, un bar y pizzería típico de los arrabales bonaerenses de aquella época, en la esquina de Potosí y Moctezuma, localidad de William Morris, en el oeste del conurbano. Era el lunes 7 de septiembre de hace 55 años y todo parecía encaminarse hacia el lento epílogo de un día más.

Sin embargo, el clima espeso que atravesaba la dictadura de Onganía se había vuelto más denso aún por el secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu, ocurrido tres meses antes. Los operativos, patrullajes y retenes policiales y militares en busca de los asesinos redoblaban su intensidad.

Aramburu, como jefe de la Revolución Libertadora, había sido, junto al almirante Rojas, uno de los grandes responsables del revanchismo contra el peronismo, sus símbolos, sus militantes y adherentes. Aramburu, seguramente, jamás habría pensado que quince años después sería ejecutado por haber asumido en persona esa represión, un episodio que reabriría las puertas, de una de las etapas más violentas de la Argentina moderna.

Por aquellos días de mediados de 1970, las paredes de la Capital y cada rincón del Gran Buenos Aires estaban tapizadas con una cartelería oficial que decía: “Por el secuestro del señor teniente general D. Pedro Eugenio Aramburu se requiere la captura de: Norma Beatriz Arrostito, Mario Eduardo Firmenich y Fernando Luis Abal Medina”.

Con sus rostros bien visibles y datos de filiación complementarios, procuraban una rápida identificación de los acusados. Al pie del afiche se leería: “¡DENUNCIELOS! A LA POLICIA FEDERAL o al organismo policial más próximo en todo el país.”

Los diarios y la televisión acompañaban la búsqueda con la difusión abrumadora de esas tres fotos, además de agregar las de otros dos involucrados: Carlos Gustavo Ramus y Carlos Capuano Martínez. El asesinato de Aramburu se había transformado en vidriera mediática de una lucha política en un estado de latencia, súbitamente resucitado. La cacería estaba lanzada.

La morosa rutina de aquel anochecer en un bar perdido del suburbano pronto sería astillada por una tormenta de balas. Un llamado anónimo al Departamento Policial de Hurlingam, entonces partido de Morón, alertó sobre la presencia de personas sospechosas dentro del bar y de algunos automóviles estacionados afuera, que no solían ser vistos en la zona.

Nunca se supo si la llamada había provenido del teléfono del bar, de esos que estaban ocultos bajos los mostradores, “sólo para uso de clientes”, de algún domicilio o teléfono público de las cercanías.

Mario Firmenich, uno de los líderes de Montoneros.

Este tipo de denuncias no solía ser tenido en cuenta, pero la precisión de los datos aportados y la firmeza y claridad de la voz denunciante parecieron creíbles. Enseguida una comisión policial partió hacia el lugar, con lo que se disponía en ese momento: un cabo primero, dos cabos rasos y un agente. Ni se imaginaban que iban a una cita con peligros comandos guerrilleros. En el bar resaltaba una doble mesa de individuos que no parecían –ni eran- parroquianos habituales.

El reloj marcaba las 20.35 de aquel lunes. Una vez en el lugar la patrulla policial, dos de los uniformados fueron directo a la mesa de los sospechosos, mientras otros dos se parapetaban afuera, en posición de ataque, detrás de unos montículos de tierra, atentos a lo que pudiera pasar. En un instante, los sospechosos se pusieron de pie y abrieron fuego. También lo hicieron los grupos de apoyo de unos y otros, apostados fuera del bar. En segundos aquello fue un infierno de gritos y pólvora a mansalva.

El dueño del bar, José Gerardo Sabatino, le diría aquella noche a Clarín que había atendido él mismo a los clientes desconocidos y les había servido café. “Los otros ocho que había eran parroquianos habituales”. Contaría que un hombre de silueta estilizada y pelo negro tupido fue quien había empezado la balacera, apenas los policías se dirigían a la mesa. Y recordaría que el tiroteo habría durado 10 minutos, “quizá más”. Fue un cara a cara brutal. Adentro y afuera.

Uno de los atacantes, “joven. alto y flaco”, como lo describiría el propietario del lugar, caería por balazos recibidos en el bar: apenas pudo abrió la puerta para escapar y luego se desplomaría, herido de muerte. Era Fernando Abal Medina. Otro, que estaba afuera, retrocedía disparando sin freno, como en las películas de gangsters, en busca de un auto.

Buscaba una granada que estaba en el vehículo, la desactivó con la idea de lanzarla sobre los policías para acabar con el enfrentamiento. No pudo: recibió un balazo que lo demoró y por eso la granada le estallaría en la mano. Le destrozó el brazo y lo hizo morir desangrando. Era Carlos Gustavo Ramus.

Hasta ese momento nadie conocía la identidad de los sospechosos y todo parecía ser un tiroteo de ladrones y policías por un intento de robo. Un episodio más del hampa bonaerense, aunque particularmente sangriento: tres agentes habían sido heridos de gravedad y dos de los atacantes habían sido muertos. Sin embargo, al día siguiente se desataría un cataclismo.

En una conferencia de prensa se informaría que los atacantes abatidos no eran delincuentes comunes. Se trataba de dos de los prófugos buscados por el asesinato del dictador Aramburu.

Algunos trascendidos se referían a la presencia de una mujer (presumiblemente Norma Arrostito), pero el rumor no pudo ser confirmado. Clarín contaría que “en medio de una total y absoluta confusión, uno de los integrantes del grupo –presumiblemente Firmenich– se lanzó contra la vidriera de la calle Moctezuma, logrando fugar, herido por los trozos de cristal que rompió al trasponerla”.

La cúpula de la flamante organización Montoneros estuvo allí mismo, a un paso de ser exterminada en un imprevisto enfrentamiento.

Firmenich y Quieto en una conferencia de Montoneros el 9 de junio de 1973.

Fernando Luis Abal Medina había sido el tercero de cinco hermanos, criado en una familia ultra católica y nacionalista, síntesis del conservadurismo más rancio. El antiperonismo era pan cotidiano en su casa: sus padres participaron de la multitud que denostó a Perón en la celebración de Corpus Cristi de 1955.

Vería junto a sus hermanos en la terraza de la casa familiar de Moreno 1130, cómo los aviones de la Marina insurrecta vomitaban bombas sobre Casa de Gobierno y la Plaza de Mayo que, con el objetivo de matar al Presidente, asesinarían a cientos de civiles. El fundador y primer jefe montonero escucharía en la mesa familiar lamentos cristianos por esas víctimas y desazón por el errático ataque a Perón.

Todo aquello fue una pedagogía fallida. Años después, Fernando no tendría clemencia ante un indefenso Aramburu, el hombre vivado por sus padres por haber destituido a Perón y fusilado al general Valle, quien en 1956 quiso reponer al gobierno constitucional del peronismo: le destrozaría el pecho con un disparo a quemarropa luego de un “juicio popular revolucionario”, sin jueces ni leyes.

El segundo de los hermanos, Juan Manuel, lejos de las armas y de la metodología montonera, sería secretario general del Movimiento Nacional Justicialista. Nombrado por Perón, se constituiría en artífice del primer regreso del jefe peronista al país, el 17 de noviembre de 1972. Esa jornada, miles de manifestantes se habían lanzado a las calles bajo un diluvio intenso y le pondrían sus pechos a la dictadura lanussista, que les había obturado los caminos de acceso a Ezeiza, para impedir el reencuentro de Perón con su pueblo.

Esa militancia, compuesta por veteranos de la primera hora y jóvenes recién entrenados en un peronismo que desconocían, llegaría de todos modos, con sus manifestantes empapados, al pie de varios retenes de soldados, cara a cara, en una muestra de coraje que pudo haber terminado en matanza. Por eso el PJ decidió bautizar la jornada como el Día del Militante.

Más de 30 años después del crimen de Aramburu, el kirchnerismo originario, siempre a la pesca de cualquier trapicheo ideológico, lanzaría de nuevo a rodar una vieja idea de Firmenich (el hombre que siempre logró ponerse a salvo del exterminio de sus cuadros, ya desde el tiroteo de William Morris) como la de refundar el Día del Militante: traspasarlo del 17 de noviembre al 7 de septiembre, día de los sucesos de William Morris.

Para lo cual activaría fondo, en ésta y otras cuestiones, su obsesión por reescribir la historia, fundar una narrativa sobre la generación diezmada y construir el fraudulento panegírico acerca de “los jóvenes idealistas”. Lo que implicaba una reivindicación de lo actuado por Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus, dos de los responsables del secuestro y muerte de Aramburu.

De hecho, ministros y funcionarios K saludarían en muchas ocasiones el 7 de septiembre como nuevo Día del Militante: siempre leales a su vocación para ponerse en la vereda de enfrente de Perón y el viejo peronismo, que siempre despreciaron.

Ha pasado más de medio siglo de la ejecución de Aramburu, un hombre que no tuvo piedad con el peronismo. Según los montoneros nacientes, fue sometido a “juicio revolucionario” y declarado culpable. Condenado sin jueces ni ley ni derecho a legítima defensa, lo asesinarían sin más. Su muerte sería saludada con alborozo por la insurgencia armada de entonces y parte de la vieja guardia peronista, en medio del vértigo político de aquel tiempo salvaje.

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