Pubertat vino para dejar huella y marcar la agenda del debate público y lo ha conseguido. En un otoño que está siendo muy dulce para la ficción española, no es anecdótico asegurar que es ya una de las mejores series del año. Leticia Dolera se adentra en el espinoso jardín de las agresiones sexuales en grupo protagonizadas por menores de edad e intenta explorar sus causas, las consecuencias y posibles soluciones. La serie estrenada por HBO Max irrumpe en un año en el que muchos padres se quedaron conmocionados en la pasada primavera con Adolescencia en Netflix y ha sido otro puñetazo encima de la mesa sobre un tema que levanta ampollas a la hora de preguntarse cómo estamos educando a las nuevas generaciones en materia sexual. Y lo hace sin histrionismos, ni de forma panfletaria y sin perder de vista cuáles son los temas esenciales para enfrentarse a él. La víctima es siempre la prioridad a la hora de abordar estos delitos.
La serie empieza poco a poco. Si hay algo que se le puede reprochar al primer episodio es que se centra mucho en servir de prólogo a la situación y los personajes, por lo que acaba siendo demasiado convencional. Pero que no se desespere nadie, porque en el segundo ya entra en materia. La serie parte con los rumores de una supuesta agresión sexual entre los miembros de una colla castellera de Cataluña. Al principio no sabemos ni qué ha pasado ni a quién. Nadie abre la boca. Ni siquiera hay una denuncia. Pero en el grupo de adolescentes parece que esconden algo. La reacción de los padres es saber si lo que dicen que ha pasado es o no verdad. La mayor conmoción se produce cuando se enfrentan al hecho de que son sus hijos quienes lo han hecho. Leticia Dolera no se reserva un papel fácil o cómodo. Creadora, guionista, directora y protagonista de la serie. Su personaje es el de una escritora feminista que entre libro y libro, da charlas sobre el consentimiento y que ahora se encuentra con que su hijo puede ser uno de los agresores, cuando ella siempre había defendido posicionarse al lado de las víctimas.
Otras series recientes de adolescentes se han adentrado en la sexualidad en las nuevas generaciones. En Pubertat, hay una crudeza menor que en Euphoria, ya que sus protagonistas son mucho más jóvenes y aún conservan una cierta inocencia que se va a quebrar de manera irreversible.
En esta serie, no hay denuncias falsas, ni tampoco los presuntos agresores son unos desalmados depredadores. De hecho, al principio ni los agresores ni la víctima son conscientes de lo que ha pasado, aunque sí perciben que ha ocurrido algo malo. A lo largo de sus seis episodios, vemos varias veces los mismos hechos, aunque desde la perspectiva de un personaje diferente. Lo que nos ayuda a ir comprendiendo y reconstruyendo lo que de verdad pasó. Al ser una serie coral, nos encontramos con el hecho de que entre los personajes adultos también cargan sobre sus espaldas con casos de violencia sexual muy próximos a ellos en su vida cotidiana. Posiblemente de aquellos polvos vengan estos lodos. Algo muy similar a lo que pasaba en otra serie de HBO, Podría destruirte, título que acababa siendo un compendio sobre el consentimiento sexual en los tiempos actuales. En Pubertat, el hecho de situar la trama en una colla castellera es una metáfora perfecta sobre cómo la sociedad se enfrenta estos delitos. Para conseguir completar la torre, es importante que cada miembro del grupo desempeñe el papel que tiene asignado dentro de ella. Cuando falla uno de los eslabones, todo se desmorona.
A lo largo de la serie, parecemos atravesar las fases del duelo. Aunque si bien es cierto que algunas están entremezcladas y no se van sucediendo de manera cronológica. La negación, con el clásico «mi hijo no ha hecho nada», «todo es mentira». La segunda fase es la ira, lo que equivaldría al clima de crispación que se va extendiendo. Todo el pueblo se posiciona, bien al lado de los agresores, bien al lado de la víctima, discutiendo sobre el asunto con una visceralidad como si les hubiera ocurrido a ellos mismos. La polarización hace acto de presencia en un tema en el que debería haber un consenso automático y las redes sociales permiten un efecto amplificador de todo.
Tras la ira llega la negociación, una etapa especialmente incómoda. Es el momento en el que los adultos empiezan a buscar explicaciones alternativas para aliviar la culpa o desplazarla hacia factores externos. Ellos lo achacan a que son niños y están experimentando, pero por debajo asoman otras causas como la educación sexual, pornografía, presión del grupo, cultura digital, «malas influencias». La serie muestra con claridad ese impulso tan humano de intentar encajar lo sucedido en un marco que nos ofrezca una apariencia de control. Lo cierto es que la presión social está detrás de muchas de las cosas que pasan. En especial de las malas decisiones. El presunto cabecilla de la agresión en realidad trataba de mostrar lo macho que era para esconder en el fondo del armario sus tendencias homosexuales. La persona que propicia que los hechos salgan a la luz no lo hacía por notoriedad o por conseguir likes en redes sociales. En el fondo, buscaba que se denunciaran unos hechos que ella misma no había sido capaz de denunciar cuando le ocurrieron a ella. Y sobre todo, la facilidad con que estos jóvenes acceden al porno sin que sus padres ni siquiera se lo huelan. A algunos ni siquiera les van las imágenes convencionales, sino que buscan un tipo especial de depravación, como escenas explícitas con personas amputadas. Hay como una especie de competición por ver quién conoce la página con los vídeos más fuertes.
Después aparece la depresión, quizá la fase más silenciosa pero emocionalmente más devastadora. Es cuando ya no quedan excusas ni relatos que proteger: solo queda el dolor. Es el momento en que los padres empiezan a enfrentarse a las consecuencias reales de lo ocurrido, no solo sociales o legales, sino íntimas. Las rutinas se quiebran, las amistades se fracturan, las familias se aíslan y la vergüenza se convierte en un peso constante que fluye entre miradas que antes eran cómplices.
Y finalmente, como única vía posible para avanzar, aparece la aceptación. Pubertat no la presenta como un perdón absoluto ni como una reconciliación mágica, sino como una toma de conciencia: lo que ha sucedido no se puede deshacer, pero sí se puede mirar de frente. La aceptación funciona aquí como el primer paso hacia una conversación adulta sobre la responsabilidad, la reparación y el futuro. En este punto, la serie introduce una idea clave y polémica: la justicia restaurativa como herramienta para recomponer, en la medida de lo posible, los vínculos rotos. Una propuesta ambiciosa y valiente que abre un debate que va mucho más allá de la trama. En España, la mediación y, por tanto, esta justicia restaurativa no está permitida para los delitos de violencia sexual y de género. La serie evita caer en un mensaje desolador. Hay una puerta para la esperanza y para que la sociedad pueda sanar sus heridas.
