Jevel Katz, el judío polaco más alegre de Argentina

En plena Buenos Aires de entreguerras, un trovador judío cantaba en una lengua incomprendida y lograba hacer reír, pensar y resistir. Su arte marginal anticipó la canción de protesta, el humor corrosivo y la extranjería como forma de identidad.

Nunca buscó integrarse ni traducirse. Jevel Katz improvisaba en clubes de barrio, grababa discos en sellos menores y se burlaba de rabinos, políticos y comerciantes por igual. Murió a los 38 años, pero su leyenda crece desde los márgenes de la historia cultural argentina.

En una ciudad que todavía se acostumbraba al castellano porteño de los hijos de gallegos, italianos y turcos, apareció él: flaco, mal afeitado, guitarra en mano y una lengua que casi nadie entendía. Jevel Katz cantaba en yiddish, una lengua áspera, mezcla de alemán medieval y secretos del shtetl, pero su música lograba algo extraño: se hacía comprender sin traducción. Lo que hacía no era exactamente canción, ni humor, ni teatro. Era todo eso junto, y algo más: resistencia en clave de risa.

Nacido en 1902 en una aldea del este europeo —en la región de Galitzia, territorio entonces del imperio austrohúngaro— Katz llegó a Buenos Aires como parte del gran éxodo judío de principios de siglo. Como muchos otros, recaló en Once, luego Villa Crespo, barrios donde el yiddish era la lengua del mercado, del teatro y del amor entre inmigrantes que buscaban abrigo en la intemperie de la gran ciudad.

Pero mientras otros soñaban con integrarse a un país que prometía oportunidades, Katz decidió algo más radical: no encajar. No cambiar su idioma, no mimetizarse con el tango o el criollismo, no hacer concesiones para agradar. Y desde ese margen, inventó un arte que lo volvió único.

Cantaba en los clubes de barrio, en los cafés de inmigrantes, en las radios comunitarias y en las grabadoras independientes. Entre 1930 y 1940 registró más de cincuenta canciones, casi todas en discos de 78 RPM que hoy son objetos de culto. Sus letras retrataban la vida absurda de los recién llegados: sastres explotados, porteros fisgones, rabinos confundidos, chicos de la colectividad que coqueteaban con la revolución y con la blasfemia. Y si había una huelga, o una crisis, o una elección, Katz improvisaba una canción al instante. Era su forma de leer el país.

No era el único que cantaba en yiddish, pero era el único que lo hacía con una sonrisa filosa y un sentido del humor que lo emparentaba más con Groucho Marx que con los bardos sentimentales del teatro ídish. Tampoco era un humorista «ligero»: su sátira apuntaba contra los poderosos, pero también contra los propios. Como si advirtiera que toda pertenencia —incluso la más entrañable— puede volverse cómoda y dogmática si no se la cuestiona desde adentro.

Judith Friedlander, en su clásico estudio Vilna on the Pampas, dice que para muchos judíos de Villa Crespo el yiddish era “una lengua de familia, pero también un territorio en disputa”. Katz lo sabía: por eso lo hablaba desde el filo, desde la burla, desde el juego. Y al hacerlo, hizo del yiddish una lengua pública, incómoda, potente.

Su público no siempre entendía sus letras palabra por palabra. Pero entendía su gesto, su ritmo, su sarcasmo. Katz hablaba con el cuerpo. Miraba al público como si compartieran una complicidad secreta. Aunque fueran mozos italianos o clientes árabes que no sabían una palabra de yiddish, se reían igual. Su arte desbordaba las fronteras idiomáticas.

Algunos intentaron traducirlo. Otros simplemente lo dejaron ser. La crítica culta nunca lo tomó en serio. En los grandes teatros no actuó. Tampoco publicó libros. Y sin embargo, su figura creció entre los márgenes como crece la yerba entre los durmientes del tren. En un país que todavía discutía qué era “ser argentino”, Katz impuso una identidad alternativa: la del extranjero que no se acomoda, pero que observa y canta todo lo que los demás no se animan a decir.

Murió en 1940, con apenas 38 años, víctima de tuberculosis. En su entierro, en el Cementerio de La Tablada, se reunieron miles. No fue una ceremonia solemne, sino una despedida popular. Gente que lo había visto en los bares, que había escuchado su voz chispeante en la radio, que sabía de memoria sus bromas sobre rabinos, políticos y fantasmas de gueto.

Durante décadas, su nombre se mantuvo como una anécdota que pasaba de boca en boca. Su obra circulaba en copias de discos deteriorados, papeles sueltos, grabaciones caseras. En los años noventa, algunos investigadores y músicos comenzaron a buscarlo en serio. Aparecieron discos, partituras, archivos. Su figura volvió, pero esta vez con un aire de leyenda.

Hoy Jevel Katz es reivindicado como precursor de la canción satírica, como referente de la cultura judía popular, y como figura incómoda dentro de la historia del arte argentino. No está en los manuales de literatura, pero su obra podría leerse junto a la de César Bruto o Enrique Santos Discépolo. No compuso tangos, pero compartió la misma mirada descreída sobre la vida urbana. No fue un cantor criollo, pero cantó mejor que nadie los dolores y delirios de una ciudad a medio hacer.

Quizás por eso hoy su nombre resuena con más fuerza. En tiempos de regresos autoritarios, de discursos únicos, de falsas correcciones políticas, Jevel Katz es un antídoto: un bufón lúcido, un inmigrante que no pedía permiso, un artista que supo que el humor también puede ser una forma de resistencia.

Recordarlo no es solo un acto de justicia histórica. Es una forma de volver a escuchar la risa con la que algunos hombres se defendieron del exilio, de la pobreza y del olvido. Y también, un modo de pensar qué significa —todavía hoy— cantar desde el margen sin pedir traducción.

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