El hueco tiene la forma precisa de lo que ya no está. Es un molde invisible tallado por la insistente memoria, un negativo perfecto donde antes vibraba la luz, la voz, el tacto. La ausencia no es un vacío absoluto; está preñada de ecos, de fantasmas suaves que se deslizan por los rincones como susurros olvidados.
Miro por la ventana. La luz del sol golpea la pared azul, áspera como la piel curtida por el tiempo. El marco blanco de la ventana es una frontera entre este adentro donde reside el fantasma y ese afuera donde la vida sigue su curso indiferente. Entre las persianas entreabiertas, tímidas briznas de hierba luchan por nacer, una obstinada metáfora de la persistencia vital en los intersticios del olvido.
El lago San Roque, que se adivina entre los tejados de enfrente, es una extensión líquida de la memoria. Cada ola, cada reflejo tembloroso, parece traer consigo fragmentos de presencias que se diluyeron en el tiempo, como una fotografía antigua deslavándose en el agua. El aire quieto de la mañana huele a tierra húmeda y a un silencio que no es paz, sino la sordina impuesta por la falta.
La ausencia se instala como una inquilina silenciosa, ocupando los espacios que antes estaban llenos. Se sienta en la silla vacía, deja su impronta fría en la almohada deshecha, se adueña de las palabras que ya no tienen destinatario. No es un olvido activo, sino una persistente conciencia de lo que falta, una sombra alargada que deforma la realidad.
A veces, la ausencia se disfraza de nostalgia, un dulce dolor que acaricia los recuerdos como si fueran objetos frágiles. Otras veces, se revela como un filo cortante, una punzada inesperada que desgarra la calma y devuelve la crudeza del vacío. Es un péndulo oscilante entre la evocación melancólica y la punzante certeza de la pérdida.
La ciudad sigue su ritmo. Se oyen las bocinas lejanas, el murmullo de las conversaciones en la calle, el latido constante de una vida que no se detiene. Pero aquí, detrás de esta ventana en la casona antigua, el tiempo parece haberse detenido en el instante preciso de la partida. La ausencia es una pausa extendida, una nota sostenida en el pentagrama de la existencia, un recordatorio constante de que el universo, a veces, se expande hacia adentro, creando hondos abismos donde antes había plenitud.
Mirar el lago a través de esta ventana es como asomarse al espejo de lo que fue y ya no es. Las ausencias se reflejan en la superficie brillante, danzan con las luces y las sombras, nos recuerdan que somos seres incompletos, tejidos con los hilos invisibles de quienes ya no están, habitando un presente que siempre carga el peso intangible del ayer. La falta, al final, se convierte en una extraña forma de presencia, una huella imborrable cincelada en el corazón y en el paisaje.