El carlospacense que cantaba para redimir las penurias que vio en el mundo

Villa Carlos Paz. Bajo la luz amarillenta de los faroles, en una calle adoquinada que parece detener el tiempo, un hombre entona canciones que no son solo suyas. Canta como quien busca redimir, con la voz como única arma contra la desigualdad, el hambre, el exilio, el desamor. Sus versos, nocturnos y profundos, parecen emerger de un alma marcada por la angustia de un mundo en guerra y desamparo.

El escenario es la ribera del lago San Roque, espejo inmenso donde las luces de la ciudad se quiebran en reflejos inquietos. Allí, frente al murmullo de las aguas, el cantor imagina que lo escucha la beata Madre Tránsito, figura venerada por su entrega a los pobres. Y canta. Canta porque cree que alguien debe poner voz al dolor de quienes no la tienen.

No tiene nombre en la crónica de los vecinos: algunos lo llaman el cantor del lago, otros simplemente el hombre de la guitarra. Lo cierto es que cada noche aparece con su instrumento, se sienta en un banco solitario y deja que las melodías fluyan. A veces son tangos, otras veces zambas, otras canciones inventadas en el instante. Siempre hay un hilo común: la necesidad de nombrar la injusticia y convertirla en canto.

En sus letras hay hambre y desnutrición, la infancia que no come y el futuro que no llega. Están los migrantes que caminan de frontera en frontera, y los exiliados que añoran una tierra que ya no existe. Se oye también la súplica íntima del hombre abandonado: la amada que no perdona, el amor que se escapa y deja cicatrices invisibles. Cada estrofa es un mosaico del dolor humano, pero también una tentativa de esperanza.

La voz no siempre es afinada. A veces se quiebra, a veces se enciende. Pero en la quebradura hay verdad, y en la verdad, una belleza distinta. La gente que pasa lo escucha, a veces sin detenerse. Unos pocos se quedan, lo aplauden en silencio, le dejan una mirada cómplice. Él no espera monedas ni reconocimientos. Su paga es el eco del lago, el reflejo de las luces, la certeza íntima de haber cantado lo que otros callan.

Un hombre solo contra la noche, con la guitarra como escudo y las palabras como lanza. Es, de algún modo, un cronista popular. No escribe en periódicos ni en libros, pero deja huella en la memoria de quienes lo oyen. Y su canto, aunque fugaz, se convierte en una manera de resistir a la intemperie de los tiempos.

En un mundo donde abundan las penurias y las desigualdades, él elige cantar. Allí donde muchos callan, él levanta la voz. Su escenario no es un teatro ni una peña: es la calle, la noche, el lago. Sus espectadores no son multitudes: son los transeúntes, los faroles, el murmullo de las aguas. Y, según cree, la escucha atenta de la Madre Tránsito.

Quizás, en el fondo, su canto sea menos un espectáculo y más una plegaria. Una súplica hecha canción para que el hambre se alivie, para que los migrantes encuentren hogar, para que la amada perdone, para que el mundo, alguna vez, encuentre paz.

Cada noche, mientras la ciudad se duerme y el viento baja de las sierras, su voz vuelve a alzarse. Villa Carlos Paz ya lo sabe: hay un hombre que canta al borde del lago. Canta para redimir y no olvidar.

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