La increíble historia de dos pueblos: Cajón de Ginebra Grande y Cajón de Ginebra Chico

En el vasto corazón de la meseta patagónica, donde el viento escribe su propia música y la soledad se hace paisaje, existen dos localidades con nombres que despiertan sonrisas y asombro: Cajón de Ginebra Grande y Cajón de Ginebra Chico.

La explicación de semejante bautismo no proviene de algún prócer ni de un acontecimiento épico, sino de un hecho tan fortuito como pintoresco. A fines del siglo XIX, entre los años 1880 y 1890, eran comunes los viajes de carretas que unían el valle 16 de Octubre con el valle inferior del río Chubut. En una de esas travesías, cargadas con materiales y provisiones para las viviendas que comenzaban a levantarse en los Andes, un cajón de ginebra cayó al suelo.

El hecho quedó como referencia ineludible en un territorio sin señales: a partir de entonces, cualquier viajero decía que algo había ocurrido “más acá” o “más allá del cajón de ginebra”. Tiempo después, otro episodio idéntico volvió a repetirse: un cajón, pero esta vez de mayor tamaño, se desplomó sobre el camino. La memoria popular no dudó en hacer la distinción: el lugar del primero pasó a llamarse Cajón de Ginebra Chico, y el del segundo, Cajón de Ginebra Grande.

En idioma galés, la zona es conocida como Bocs Gin, que significa “ginebra triste”, un nombre que encierra una cierta melancolía, como si aquel descuido quedara impregnado en la geografía.

Con el tiempo, Cajón de Ginebra Grande tuvo su pequeña vida comunitaria: en 1908 abrió el almacén de ramos generales “Los Mellizos”, y en 1922 se inauguró la Escuela Nacional N° 64, donde llegaron a asistir unos veinte niños. Hoy, las calles y algunas casas en ruinas recuerdan que allí hubo una vida que se apagó lentamente, y el paraje se conserva casi como un pueblo fantasma.

Por su parte, Cajón de Ginebra Chico se mantiene como referencia en los mapas y en la memoria viajera, como un eco del mismo relato que dio sentido a ambos nombres.

En los alrededores, la ganadería ovina sostiene todavía la economía, mientras que la geología revela huellas de mares antiguos y sedimentos del Triásico. Es decir, un lugar donde la naturaleza habla de eras inconmensurables y los humanos dejan huellas tan curiosas como la de un cajón olvidado.

Así, lo que comenzó como un simple accidente terminó por regalarle a la Patagonia dos de sus topónimos más insólitos, recordando que a veces la historia de un pueblo puede nacer de lo inesperado.

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