¿Cómo se hace la que usted considera su obra más personal a partir de las memorias de otra persona?
Porque tuve el privilegio de ser amigo de Fernando. No hablo solo de un profesional al que admiré y respeté, sino de un amigo al que quise muchísimo y con el que compartía muchas cosas: su abuela era como la mía, su España era como la mía, su madre era como la mía… Había muchas coincidencias biográficas y vitales. Este proyecto lo llevo conmigo desde hace tiempo y, sin duda, es el más personal de toda mi carrera.
Fernán Gómez era un actor de estirpe y ya era bastante popular cuando usted lo conoció. ¿Le imponía?
Sin duda. En realidad, fue Emma Cohen la Celestina de nuestra amistad. Me dijo un día: «Estoy harta de que Fernando me hable de ti y de que tú me hables de Fernando». Los dos éramos muy tímidos, y ella acabó estrechando los lazos. Al principio Fernando imponía, claro, impresionaba su presencia. Pero, cuando lo conocías, pocas personas más tiernas, generosas y cordiales que él.
Es una lástima que haya quedado esa imagen del Fernando furibundo, el del famoso exabrupto…
Eso es un tópico. No creo que se haya menospreciado su figura. Su obra ha sido reconocida y lo sigue siendo, aunque en este país esas cosas nunca alcanzan la dimensión que uno desearía. Pero no, Fernando Fernán Gómez no ha sido olvidado.
¿No cree que el recuerdo de personas de la cultura tan populares como Fernán Gómez, Berlanga o Delibes tiende a diluirse cuando mueren?
Suele ser así, pero no solo en España: en todas partes. Pasamos y duramos un tiempo, y luego… Es lamentable, pero muy pocos permanecen. La aspiración a la inmortalidad es temeraria: muérete y ya veremos lo que dejas. En el caso de Fernando, su huella es imborrable, sobre todo entre los que le conocimos. Ojalá hombres y mujeres como él siguieran más vivos de lo que están, pero somos así.
En ‘El viaje a ninguna parte’, la película de Fernán Gómez que usted protagonizó, Juan Diego le decía: «No reniegues de tus ancestros». ¿Cómo determinaron los suyos su carrera?
No entendían nada, claro. Eran gente del campo. Pero nunca tuve reproche hacia ellos. Mi padre, lógicamente, quería que yo fuera un hombre de provecho. Hubiera sido un miserable si hubiera alentado mi vocación de actor, porque para él esto era un desastre. Y tenía sus razones. Aun así, siguió siendo un hombre justo, y vivió lo suficiente para ver que me ganaba la vida con este oficio.
¿Su madre era más comprensiva?
Era más cordial, más próxima, pero tampoco lo entendía del todo. En cualquier caso, no tengo ningún reproche hacia ellos. Mi padre quería lo mejor para mí, y eso es lo que cuenta.
En aquella película, Fernán Gomez decía que el teatro estaba «dando las boqueadas». ¿Sigue así?
No, el teatro sigue vivo. Se ha democratizado y ocupa otro lugar en la sociedad, distinto al que tenía en los años 60. Claro que nos gustaría que tuviera mayor repercusión, pero es lo que hay. Yo sería un miserable si me quejara: cuento con un público fiel que me permite hacer lo que quiero. Y hay ejemplos formidables de buena salud teatral. Ojalá hubiera más, pero está bien.
Así que lo de «dónde está el maná de los cómicos» que decía en la película usted ya se ha superado.
Sí, aunque este oficio siempre está amenazado por la inseguridad. Nunca sabes exactamente dónde estás. Es un comenzar de nuevo cada día. Eso también lo aprendí de Fernando: cómo ejercer un oficio en un país como este, esquivar golpes, mantener el equilibrio y solventar dificultades.
A Fernán Gómez no le gustaba demasiado el teatro. Decía que no soportaba que lo miraran mientras trabajaba.
Sí, Fernando y yo éramos enemigos mortales de las dos funciones diarias: eso era insoportable. Admiro a los compañeros que se ganan la vida así. Pero sí, a él cada vez le costaba más memorizar, y llegó un momento en que decidió dejarlo. Aun así, los trabajos que hizo en teatro fueron, como todo lo suyo, asombrosos.
Otra frase suya en el ‘El viaje a ninguna parte’: «¿Por qué arremetéis contra nosotros, que somos hermanos en la falta de pan, y no contra ellos, los que no pasan hambre?». Eso de la conciencia de clase nunca lo hemos tenido demasiado claro.
Nunca ha sido un tema cómodo, ni ahora ni antes. La cuestión social siempre ha estado ahí, como motivo de debate y enfrentamiento. Pero sí, da la impresión de que los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres. La desigualdad es cada vez más evidente.
Suspendió la rueda de prensa de ‘El hijo de la cómica’ porque coincidía con el aniversario de la dana.
Sí, claro, era lo más sensato.
¿Percibe desde el escenario que el público valenciano está más triste o enfadado?
No sabría decirte. Si eso trascendiera a mi trabajo, apañado estaría. El espectador viene, se sienta y ve. Lo que le ocurra como ciudadano lo resuelve fuera de su condición de espectador. Si lo trajera al teatro, yo no podría trabajar.
¿Y el teatro puede ayudar en ese estado de ánimo?
Algo ayuda, sí. Echa una mano, alivia, enriquece. Pero no cambia la historia. Ojalá pudiéramos corregir ciertas cosas, pero no. El teatro consuela, no transforma.
Fernán Gómez decía que «los viejos tenemos la firme certeza de lo que fue de nosotros». ¿Usted la tiene ya?
Sí, y entre lo que pensaba que podía dar de sí esto y lo que ha dado, no me quejo en absoluto. Ha habido momentos jodidos, claro, pero el balance es bueno. Vida y trabajo van de la mano. Estoy satisfecho de poder hacer lo que quiero y de que la gente se interese por ello.
¿Cómo lleva eso de ser ya una figura histórica de la cultura española?
Procuro no pensarlo. Soy un currante del mundo de la cultura. Me llevo bien con mis compañeros. Eso de “figura histórica” me suena a museo, y yo sigo vivo, currando, hasta que la madre naturaleza decida. Y cuando decida, pues a hacer puñetas.
¿Pero se irá satisfecho?
Sí, de eso no te quepa duda.
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