La comunicación digital parece haber secuestrado todo nuestro tiempo, imponiendo unas normas de uso que casi nadie osa infringir. Son muchos los minutos robados por las pantallas, y, de hecho, numerosos estudios demuestran que, al margen de la ocupación profesional, pasamos una media de más de tres horas al día desgastando la huella del dedo índice, como si fuésemos dioses griegos y dispusiésemos de la eternidad.
No estamos en contra del progreso tecnológico, pero sí de la esclavitud a las reglas tácitas creadas en torno a las pantallas. El repunte de lo insoportable lo representan hoy los grupos de WhatsApp, que surgieron, en teoría, como recurso para coordinar actividades personales o, incluso, laborales. Pero estos han terminado siendo utilizados para saturar al prójimo con datos inútiles. En un centro de trabajo, la situación se agrava, toda vez que aparecen mensajes banales en una especie de tertulia permanente cuyo sentido es difícil captar. Además, esta red social no es una herramienta institucional, de modo que emplearla para asuntos de trabajo es legalmente cuestionable. De hecho, ninguna normativa obliga a utilizar este sistema, y menos con dispositivos personales. Por otro lado, el hecho de que alguien nos incluya en un grupo sin nuestro permiso supone a todas luces una vulneración de nuestra privacidad.
En términos morales, todo ello se puede describir como la colonización de nuestra intimidad en nombre de la cortesía digital. No podemos negarnos a integrar un grupo en un contexto laboral sin ser tildados de huraños, pero vencen nuestras ganas de no participar en conversaciones que no hemos elegido. Si ello supone ser descortés, declaramos nuestra descortesía digital.
*Lingüista
