El Mundial de fútbol de 2026 aspira a ser el más grande de la historia: más partidos, más sedes y más ingresos que nunca. También será el más caro para los aficionados (las entradas para la final se han vendido a precios récord de entre los 2.000 y los 6.000 dólares), además de costes de alojamiento y transporte mucho mayores que los de un verano normal. Pero esa expansión contiene una paradoja que inquieta a economistas y ciudades anfitrionas: mientras la FIFA y las grandes corporaciones se preparan para una edición sin precedentes en facturación –libre de impuestos– gran parte de ese dinero no se quedará en las economías locales que asumen los costes y el impacto del evento, incluido el gran dispositivo de seguridad en un año tumultuoso en EEUU, entre represión interna y protestas propalestinas.
«El impacto neto podría incluso ser cero», explica a EL PERIÓDICO Victor Matheson, profesor de Economía en College of the Holy Cross y autor de ‘La economía de la Copa del Mundo’. Cada vez más, el balance económico real suele ser mucho más modesto que el prometido antes del evento, en parte, asegura, por «proyecciones infladas por consultorías pagadas que, a su vez, solo quieren atraer a más inversores», señala.
EEUU, sobrevalorado
Cuando la Copa del Mundo le fue asignada a Norteamérica, lo hizo con un objetivo claro: «La FIFA miraba hacia un mercado potencial de 500 millones de habitantes en los tres países organizadores, una enorme masa de consumidores dispuestos a comprar entradas», explica a este diario Adam Beissel, profesor de dirección de empresa deportiva en Miami University, Ohio, que lleva siete años documentando la preparación de este evento.
La FIFA estaba en lo cierto sobre que más de la mitad del público que llena los estadios suele ser local: los tres países con más ventas de entradas ya son Estados Unidos, México y Canadá.
Sin embargo, eso son malas noticias para los países organizadores, ya que esas personas simplemente redireccionan el porcentaje de sus ingresos dirigido a ocio y entretenimiento: si compran una entrada de 400 dólares, dejarán de gastar ese importe en ir a un concierto, al cine o a un pub local. Es lo que los economistas llaman «reordenamiento y fugas» ya que esos 400 euros van a la FIFA, basada en Suiza.
Al mismo tiempo, Beissel identifica límites a la llegada de aficionados extranjeros: «Hay gente que no quiere ir a Estados Unidos porque no le gusta Trump, por cuestiones de seguridad, por las restricciones de visados o simplemente por el coste de asistir al Mundial».
En consecuencia, algunos economistas argumentan que la FIFA ha sobrevalorado el precio al que puede llegar a vender las entradas y que, sobre todo en partidos de países más pequeños, costará llenar estadios.
El estadio East Rutherford, New Jersey – cerca de Nueva York – en la final del Mundial de Clubes de 2025, alojará la final del Mundial de Fútbol 2026 / CJ GUNTHER / EFE
Libre de impuestos
Todos los gastos relacionados con el Mundial, desde los puestos de merchandising y de perritos calientes en el estadio hasta los ‘hoteles designados’ por la FIFA, para jugadores o aficionados, están libres de impuestos, por lo que tampoco llega a las arcas públicas.
«La FIFA sabe cuánto está dispuesto a pagar alguien por una cerveza. Si una persona está dispuesta a pagar 15 dólares, la FIFA y sus contratistas no quieren que 1 o 2 dólares de esos 15 vayan al gobierno local. Quieren quedarse con todo”, apunta Matheson.
Todo ello a pesar de que estas acarrean con el cada vez más costoso dispositivo de seguridad. En un contexto de tensión política creciente, se prevén protestas internas vinculadas a la política migratoria y a la militarización de las ciudades, así como movilizaciones internacionales, sobre todo propalestinas. Por todo ello, «gastar dinero para asistir a un partido del Mundial, al contrario de lo que creemos, puede llegar a perjudicar a la economía local», razona Matheson.
Mala imagen
El impacto se diluye todavía más por el desplazamiento del turismo tradicional. El torneo se celebrará en pleno verano, temporada alta en muchas de las ciudades sede. En esos casos, el Mundial no suma visitantes, sino que sustituye unos por otros, y no siempre para mejor. Por ejemplo, el Mundial de 1994 perjudicó a Orlando, en Florida: la llegada de fans del fútbol ahuyentó a las familias que van cada verano a Disney, una fuente de ingresos muy superior para la ciudad que los propios partidos.
Tampoco hay un claro retorno en términos de imagen internacional. El Mundial no va a poner a Estados Unidos en el mapa y las filias y las fobias sobre el personaje de Trump están tan marcadas que no dan margen a que alguien cambie de opinión por un torneo bien o mal organizado. Así, la cita que promete ser la más grande y lucrativa de la historia del fútbol corre el riesgo de convertirse, para las ciudades anfitrionas, en un evento tan espectacular como politizado y poco rentable.
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