Ulises pasó diez años procurando regresar a casa y, después de conseguirlo, el rastro de su historia se diluye, tal vez para deshacer los pasos que dibujaron un camino que acabó siendo Ítaca en sí mismo. Cada regreso a Córdoba se antoja bien distinto, cuánto más en estos días en que la Fe, la ilusión o la tradición llevan a recorrer sus calles a quienes la habitan o la visitan.
Regresas a Córdoba y realizas un viaje al pasado. Acudes a una consulta médica al lugar en que todo comenzó: la Cruz Roja. Y, desde allí, vuelves a recorrer el camino que harían tus padres cuando te llevaron a casa por primera vez. Esa casa que dejaste para perseguir tus sueños en la capital, pero a la que nunca dejas de regresar. Cada día Santo esperas en la calle Doctor Fleming a que el reloj marque las siete de la tarde y aparezcan los primeros penitentes. Y ves que las caras de quienes un día fueron al colegio contigo no pueden ocultar que el tiempo ha pasado y, en algunos casos, ha hecho estragos en ellos. Tal vez, cuando te miren a ti, piensen lo mismo, pero estamos vivos. Por la noche, la pronunciación de ese taxista que habla con orgullo del Cristo del Amor te recuerda que, allá donde lo encuentres, reconocerás la inconfundible aspiración de sus eses en posición implosiva.
Y regresas al ahora, para que el desdoblamiento de esta segunda persona rinda homenaje a los niños como el protagonista de la novela El río del Edén, del académico José María Merino. Entre todos ellos, hay uno que cada tarde de esta semana espiritual ha esperado en la Puerta de la Luna con un helado que coloreaba su cara. Cuando aparecen los pasos, algunos callan. Cuando te veo, Miguel, yo renuevo mi Fe.